Artículo original disponible en: https://odradeknotes.com/
[Tiempo de lectura: 6 minutos] Cuando escuchamos la palabra “meme” solemos pensar en imágenes graciosas, frases irónicas y comentarios breves que circulan velozmente por redes sociales. Sin embargo, el concepto de meme es anterior a internet, e incluso a la cultura digital. Fue propuesto por el biólogo evolutivo Richard Dawkins en 1976, en su libro El gen egoísta, y su alcance iba mucho más allá del humor o lo viral.
Dawkins buscaba explicar cómo ciertas ideas, creencias o costumbres se propagan de manera similar a los genes. Para eso introdujo el término “meme”, derivado del griego mimeme (“lo que se imita”), como unidad mínima de transmisión cultural. Esta unidad podía ser una melodía, un proverbio, una técnica, un hábito, siempre que cumpliera con una condición esencial: debía ser replicable. Pero más aún: el meme, al igual que el gen, no solo buscaba persistir, sino replicarse incluso a expensas del bienestar del portador, si eso garantizaba su supervivencia. Era, en términos darwinianos, una estructura egoísta.
Lo notable es que esta teoría emergió en un mundo sin redes, sin teléfonos inteligentes, sin plataformas de comunicación instantánea. Y sin embargo, el modelo de contagio simbólico que proponía anticipaba lo que décadas más tarde se haría ubicuo: la lógica de viralidad cultural. La propagación acelerada de ideas mínimas, capaces de reproducirse por su fuerza simbólica o afectiva, sin requerir profundidad argumentativa.
En ese marco, el meme digital no es una anomalía, sino una mutación coherente. Lo que hoy circula en forma de imágenes editadas, textos breves o videos de segundos, responde a esa misma lógica replicativa. Se trata de unidades simbólicas compactas, fácilmente transmisibles, emocionalmente codificadas, cuyo éxito radica en su capacidad de ser compartidas y recontextualizadas sin pérdida de efectividad.
Por supuesto, hay diferencias significativas. Dawkins no pensaba en el humor, ni en lo efímero, ni en los códigos visuales que hoy caracterizan a los memes. La intención original era explicar la persistencia y mutabilidad cultural desde una lógica evolutiva. El meme actual, en cambio, está profundamente imbricado con la cultura pop, con el comentario irónico, con el juego lingüístico y visual.
Pero hay también una continuidad estructural: el meme sigue siendo una idea mínima, altamente contagiosa, que se transmite no por su veracidad o profundidad, sino por su capacidad de anclarse en el imaginario colectivo y replicarse con velocidad.
En esa economía del signo comprimido, los memes actuales funcionan además como mecanismos eficaces de captura de atención. En un entorno saturado de estímulos, logran interrumpir la secuencia, marcar una pausa, señalar algo. Su valor no radica solamente en lo que dicen, sino en cómo y cuándo lo dicen. Interrumpen, enfatizan, provocan.
Lo reprimido y el chiste: el concepto de Witz en Freud
En 1905, Sigmund Freud publica El chiste y su relación con lo inconsciente, un texto en el que investiga no solo cómo funciona el chiste, sino qué mecanismos psíquicos pone en juego. Su interés no se limita a la superficie humorística del fenómeno, sino que se adentra en su estructura inconsciente. Lo que Freud llama Witz no es simplemente un comentario ingenioso o una broma casual, sino una formación del inconsciente, comparable en muchos aspectos al sueño o al acto fallido.
Según Freud, el chiste opera como una vía de expresión de lo reprimido. A través del humor, se tornan decibles contenidos que de otro modo estarían censurados por las normas morales o sociales: deseos, agresiones, pulsiones o tabúes de diversa índole. El chiste actúa como un disfraz simbólico que permite que estos materiales emerjan, pero bajo una forma aceptable, desplazada, liviana. Su eficacia radica precisamente en ese rodeo: lo dicho aparece como no del todo dicho, como si escapara al juicio consciente.
Este mecanismo genera una economía psíquica particular. Al romper momentáneamente la represión, el Witz permite una descarga de tensión interna. No se trata solo de una diversión, sino de un proceso que involucra ahorro de energía, suspensión parcial de la censura y un placer que proviene de haber burlado las defensas del yo. En ese sentido, el humor no solo comunica: también alivia, relaja, desarma.
Freud plantea así una lógica en la que el humor se vuelve una vía de expresión indirecta de lo prohibido. El sujeto puede decir lo que no debería decir, pero sin asumir del todo las consecuencias de haberlo dicho. El Witz funciona entonces como una zona ambigua, donde lo que está en juego no es simplemente el contenido del chiste, sino la posibilidad de sortear la represión sin romper con el principio de realidad.
Desde esta perspectiva, el humor no es la negación del inconsciente, sino una de sus formas más elaboradas de manifestación. Al reír, el sujeto no solo se divierte: accede, aunque sea de modo fugaz, a aquello que ha sido excluido o inhibido del discurso consciente. Esta dinámica entre censura, desplazamiento y placer es clave para pensar qué ocurre cuando lo humorístico se convierte en formato predominante de la expresión cultural contemporánea.
¿Qué relaja el meme? Dos lecturas posibles
Si seguimos esa lógica freudiana y la aplicamos al meme contemporáneo, el foco ya no es simplemente qué nos hace reír, sino qué libera esa risa. ¿Qué desinhibe el meme? ¿Qué tipo de censura se interrumpe cuando lo viral se impone? Una primera lectura posible es la del meme como válvula social. Funciona, como el chiste, aliviando tensiones: económicas, políticas, simbólicas. Frente a la precariedad, el absurdo, la crisis ambiental o el descrédito institucional, el meme permite soportar lo insoportable. Se convierte en un espacio compartido para procesar simbólicamente el malestar, un ritual digital de descompresión colectiva.
No es menor este efecto. Esa ligereza permite convivir con situaciones que de otro modo serían insoportables. Pero, además, el meme no solo evade: también señala. Puede ser una chispa, una interrupción que detona una inquietud. Un disparador que no contiene en sí mismo la reflexión, pero que puede abrirla. En este sentido, el meme puede ser una verdadera puerta de entrada al pensamiento. Señala sin clausurar, sugiere sin resolver, provoca sin explicar. Y si bien no reemplaza el análisis, puede anticiparlo.
Sin embargo, este potencial inicial no debe confundirse con un destino suficiente. El riesgo está en que el meme se agote en su propia forma, que el gesto irónico se vuelva el único gesto posible, que el guiño viral sustituya a la elaboración simbólica. El pensamiento comienza, muchas veces, con una imagen o una frase breve. Pero si se queda allí, se vuelve superficie. Si el meme es el inicio, el pensamiento es lo que debería venir después.
Esto nos lleva, entonces, a una segunda lectura posible. Tal vez lo que el meme libera no sea solo una tensión frente a lo insoportable del mundo exterior, sino también una pulsión más íntima, más difícil de asumir: la necesidad de no pensar, de no involucrarse, de no sentir demasiado. En una época saturada de información, demandas, noticias, reclamos y expectativas de opinión constante, lo verdaderamente prohibido es la indiferencia. Hoy se exige estar informados, ser críticos, tener conciencia social. Pero en lo profundo, no siempre deseamos eso. Muchas veces queremos desconectar, anestesiarnos, no hacernos cargo de la magnitud de lo que ocurre, ni afuera ni adentro. Frente al colapso ecológico, la precariedad económica, la banalidad política o el sufrimiento ajeno, se activa un deseo de no estar del todo presentes. Y el meme ofrece un modo eficaz de cumplir ese deseo sin culpa. Permite ser parte del flujo social sin asumir demasiado peso. Se comparte un meme, se ríe uno, se comenta algo. No hace falta elaborar, ni comprometerse, ni sostener una posición. El meme opera como una interfaz emocional que permite habitar el sinsentido con una sonrisa.
Ese gesto, aunque comprensible, puede derivar en un empobrecimiento del lazo simbólico. Lo que se gana en ligereza suele perderse en profundidad. Lo que se comunica de inmediato, rara vez se interroga después. Lo viral se consume a la misma velocidad con la que se agota. Y ahí aparece el verdadero riesgo: que el meme, que puede ser un umbral hacia el pensamiento, se vuelva su reemplazo. Que la pregunta se diluya en la risa. Que allí donde podría haber una crítica, quede apenas un guiño cómplice. Que donde podría haber elaboración, no quede más que repetición.
El problema, entonces, no está en el meme en sí, sino en lo que hacemos con él. No en que provoque risa, sino en que esa risa no se prolongue en reflexión. El meme puede y debe ser una puerta, una entrada breve pero eficaz hacia el pensamiento. Lo que no puede, si se pretende sostener una cultura crítica, es volverse el único lugar donde algo se dice. La crítica comienza, muchas veces, con un chiste; pero no puede terminar allí. Pensar es tomar ese primer gesto simbólico, y llevarlo más allá de su forma condensada. Es lo que Freud llamaba elaboración, y lo que toda cultura necesita si quiere que sus formas mínimas de expresión no se vuelvan también sus máximos límites.
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