Artículo original disponible en: https://odradeknotes.com/
[Tiempo de lectura: 6 minutos] Vivimos en una era de sobreestimulación informativa, en la que las plataformas digitales han desarrollado mecanismos cada vez más refinados para capturar nuestra atención. Entre ellos, el clickbait —literalmente “cebo de clics”— se ha convertido en una de las estrategias más efectivas y extendidas.
El término surge de la conjunción de click (clic) y bait (cebo). En esta lógica, el usuario es reducido a un pez: no solo se siente atraído por la carnada brillante, sino que ni siquiera percibe el anzuelo que la sostiene. El clickbait no es simplemente un recurso sensacionalista o un titular exagerado: es una técnica de captura psíquica, diseñada para activar zonas vulnerables de nuestra atención.
Su funcionamiento se basa en la creación de una expectativa fuerte y ambigua, sostenida en títulos vagos, emocionales o misteriosos: “No creerás lo que hizo esta mujer al final”, “El error que estás cometiendo sin saberlo”, “Así cambió su vida en solo tres días”. El atractivo de estos enunciados no reside en su contenido, sino en lo que sugieren sin revelar.
Este mecanismo ha sido descrito por el economista conductual George Loewenstein como el efecto del gap de información: un vacío cognitivo que genera incomodidad y que queremos cerrar. Esa tensión nos impulsa al clic, incluso cuando intuimos que el contenido probablemente nos decepcionará.
Y aquí se abre la verdadera paradoja: el problema no es solo que consumimos contenido irrelevante, sino que lo hacemos a sabiendas de que nos defraudará, y sin embargo persistimos. El clickbait no solo interviene en lo que consumimos, sino en la forma misma en que se organiza nuestra experiencia cognitiva.
La ludopatía cognitiva: seguir jugando aunque casi siempre se pierda
Aunque sabemos que lo más probable es que el contenido no cumpla lo que promete, volvemos una y otra vez. No lo hacemos porque confiemos en su valor, sino porque algo en nosotros necesita seguir creyendo que esta vez será distinto. El clickbait no decepciona por error: se sostiene en una lógica de frustración sistemática, diseñada para activar un ciclo de estímulo y consumo sin fin.
La analogía más precisa para entender este funcionamiento no es la del engaño publicitario, sino la de una máquina tragaperras -o tragamonedas-. Estos dispositivos operan sobre un principio de refuerzo intermitente variable, formulado por B. F. Skinner en 1938 y desarrollado en sus estudios sobre condicionamiento operante. La lógica es simple: la mayoría de las veces el jugador pierde, pero cada tanto aparece una recompensa menor que mantiene viva la ilusión de que el premio está cerca. Es precisamente esa imprevisibilidad, y no el valor de la recompensa, lo que alimenta la adicción.
El clickbait funciona del mismo modo. Cada clic es una jugada. Una apuesta. No sabemos si el contenido será valioso, pero podría serlo. Lo que se activa no es una búsqueda de comprensión, sino una pequeña gratificación emocional: un destello de dopamina que da la ilusión de que algo se ganó. No por lo que se obtuvo, sino por la expectativa de lo que se podría obtener.
Poco a poco, esta lógica convierte al contenido en puro estímulo inmediato, despojado de profundidad o elaboración. La decepción deja de ser una excepción molesta: se normaliza como parte integral del consumo. Nos acostumbramos a que lo que leemos no esté a la altura de lo que promete. Y en lugar de elevar nuestras expectativas, las rebajamos. Ya no esperamos calidad, sino apenas sentir algo.
Este descenso adaptativo tiene consecuencias. Genera una forma peculiar de pasividad activa: sabemos que vamos a perder, pero igual apostamos. Porque lo que importa ya no es el valor del contenido, sino el acto mismo de seguir jugando, seguir clicando, seguir sintiendo. Ese patrón no responde a una lógica de conocimiento, sino a una lógica adictiva. Es, literalmente, una ludopatía cognitiva.
El circuito dopaminérgico —otra vez—: estimulación sin deseo
Este ciclo de clics y decepciones no es solo cultural o simbólico: tiene una base neurofisiológica que lo vuelve especialmente difícil de interrumpir. El clickbait activa el llamado circuito dopaminérgico, asociado no tanto al placer en sí como a la anticipación del placer. Lo que moviliza no es el contenido recibido, sino la expectativa de gratificación que se genera justo antes del clic.
Cada vez que nos topamos con un título seductor, se libera una pequeña dosis de dopamina, generando una microexcitación: la posibilidad de que algo valga la pena. Pero esa descarga ocurre antes de saber si el contenido cumple o no. De hecho, suele activarse incluso cuando sabemos —por experiencia— que probablemente no lo hará. No se clica por el resultado, se clica por el impulso y el estímulo.
Aquí aparece la trampa: aunque el contenido decepcione, el sistema se refuerza igual. Porque lo que se premia no es el aprendizaje, sino el estímulo. Esta lógica genera una conducta compulsiva donde lo relevante no es el valor de lo consumido, sino la necesidad constante de estimulación. Se instala una suerte de automatismo emocional: se clica para sentir algo, lo que sea, aunque en el proceso se pierda el sentido mismo del acto.
Con el tiempo, esta repetición sostenida reconfigura el deseo. El deseo, en su forma más rica, implica espera, elaboración, incluso demora. Está vinculado a la construcción de sentido, no a su consumo inmediato. Pero bajo el régimen del clickbait, ese deseo es reemplazado por estímulo sin deseo: no se quiere saber algo, se quiere sentir el breve impacto de estar por saber.
El efecto acumulado es devastador. No se pierde solo atención: se pierde la capacidad de sostener una idea, de habitar una pregunta, de seguir un argumento. Lo complejo —lo que exige tiempo, contradicción, profundidad— se vuelve cada vez más inaccesible. El pensamiento ya no se construye, se fragmenta. Ya no se cultiva la comprensión, se acumulan impulsos.
Esto empobrece no solo nuestra relación con los contenidos, sino nuestra estructura psíquica misma: dejamos de confiar en que algo que exige tiempo pueda valer la pena. Perdemos la fe en el esfuerzo. Lo lento, lo denso, lo que no ofrece gratificación inmediata, se vuelve insoportable. Y, por tanto, se abandona.
El resultado es un reemplazo progresivo de la capacidad crítica por una atención fragmentada y emocionalmente reactiva. Así, el clickbait no solo empobrece la calidad de los contenidos: empobrece nuestra relación con el conocimiento. Y el pensamiento deja de ser una actividad sostenida en torno a una pregunta para convertirse en un gesto compulsivo de estimulación. Ya no se piensa para entender, sino para no dejar de sentir.
Pero lo real, lo complejo, lo difícil, no cabe en un titular. Requiere tiempo, ambigüedad y demora. Requiere que algo no cierre del todo, y que podamos seguir pensándolo.
Resistir al clickbait no es un gesto elitista ni una cuestión de estilo. Es un acto de defensa del pensamiento. Significa rechazar una forma de consumo que convierte la frustración en norma, que desgasta el deseo de pensar hasta volverlo puro estímulo, puro reflejo, y que reduce la lectura a un gesto automático.
El problema de la decepción constante no es solo que frustra: es que reconfigura lo deseable. Aprendemos a no esperar, a no sostener, a no elaborar. Perdemos la fe en que comprender algo que lleva tiempo pueda ser una fuente legítima de satisfacción.
Pensar no es una tragaperras emocional. No se puede pensar buscando gratificación inmediata. El pensamiento exige otra lógica: es un proceso lento, una práctica sostenida, una ética del tiempo y la espera. Es sostener una pregunta incluso cuando no hay respuesta, y aceptar que comprender implica demora, trabajo, incertidumbre. En estos tiempos de inmediatez, pensar exige reaprender a esperar y confiar en que, en esa espera, puede aparecer algo que realmente valga la pena.
Artículo original disponible en: https://odradeknotes.com/